sábado, 9 de noviembre de 2013

La invitación







Restaurant Kong, I Distrito de París. Miércoles 23 de marzo de 2005, 22:40

-Disfrutas torturándome de esta manera, ¿verdad?

La mujer sonrió y se llevó otra cucharada de rebosante chocolate a la boca, que saboreó lentamente con los ojos cerrados. Gianni sacudió la cabeza.

-Ya te vale.

Ella tomó la servilleta y se la pasó delicadamente por los labios, satisfecha, mientras depositaba la cuchara sobre el plato ya vacío.

-Deben creer que eres anoréxico o algo así. O peor: pobre.

-Al menos de no puedo quejarme. Pero echo de menos el café.

Valeria levantó la mano, haciendo una seña discreta a uno de los camareros.

-S'il vous plaît, monsieur. Un espresso pour moi.

El chico, bajo, delgado, de indudables orígenes norteafricanos, miró al Giovanni esperando otra petición que no llegó.

-¿Monsieur?

-Non, merci.

Mientras el camarero se alejaba, Gianni consultó la hora en su reloj. Valeria, relajada, observaba su alrededor. El restaurante estaba medio vacío, se veía en el rostro de los empleados que ansiaban cerrar. Por los ventanales se apreciaba la ciudad, tranquila al abrazo de la noche de un día de semana. Una discreta música ambiental amenizaba la velada, y sólo se oía alguna esporádica sirena en la lejanía.

-¿Dónde está el apartamento?

Ella le respondió sin mirarle, entretenida tratando de escuchar la conversación de una elegante pareja de mediana edad unas mesas más allá, junto a las ventanas.

-Por la rue de la Paix.

Gianni se recostó mientras el camarero volvía con un humeante espresso para Valeria.

-Dominique nos ha citado a medianoche, así que hay tiempo, estamos muy cerca -se acercó la diminuta taza a la nariz, inhalando el perfume amargo y caliente del café-. ¿Te gusta París?

El vampiro la estudió unos instantes antes de responder, acariciándose la barbilla.

-¿Y a ti? Llevas bastante por aquí.

-Al principio echaba de menos muchas cosas de Italia. Me encantaban Milán, Venecia… mi vida estaba allí. Pero aquí soy libre.

-Está Cesare.

Valeria soltó una sonora carcajada y le señaló con el dedo mientras una media sonrisa se dibujaba en su rostro.

-No es lo mismo, y lo sabes –vio que Gianni sonreía también-. Aquello era vivir en familia. Mi padre, mi madre. La familia y… la familia. Aquí somos unos pocos, es diferente, y me gusta lo que hago.


Un apartamento en la rue de la Paix, I Distrito de París. 00:57

Gianni se paseó lentamente por el amplio salón, con la mirada recorriendo las paredes y el techo. Giró sobre sí mismo mientras admiraba el cuidado parquet del suelo y la exquisita manufactura de las puertas de madera. Tenía las manos en los bolsillos y asintió, satisfecho.

-Es justo lo que estaba buscando.

Al otro lado de la estancia, junto a un robusto sillón tapizado, la joven pelirroja sonrió. La americana verde, a juego con una impecable falda del mismo color, acompañaba su cabello perfectamente. Con un gesto ligeramente orgulloso, miró a su alrededor.

-El apartamento perteneció a un general del Segundo Imperio.

-Espero que no quiera recuperarlo –sonrió a su propio chiste-. Señorita Destin, ¿cómo lo hacemos?

Dominique Destin se acercó al centro del salón, donde, sobre un amplio escritorio ricamente labrado, había dos carpetas, una negra y otra morada. Tomó la morada y la abrió, examinando los papeles en su interior.

-Monsieur Giovanni, el procedimiento es muy sencillo: aquí hay una lista de los documentos que necesitaré antes de dos noches para que el contrato pueda estar aprobado y preparado a final de semana.

El joven se acercó hacia ella, que le tendió uno de los folios, Leyó la lista de justificantes y escritos que necesitaba atentamente antes de devolvérsela.

-Se los haré llegar entre hoy y mañana –la miró fijamente-. ¿Qué mas?

La joven le devolvió la mirada; de alguna manera, era un gesto desafiante.

-Monsieur Giovanni, ¿qué ha venido a hacer a París?

Gianni se acercó aún más a la Toreador, manteniéndole la mirada en silencio durante unos segundos.

-¿Eso forma parte del contrato de alquiler? –no hubo respuesta- El Príncipe tuvo todas las respuestas a sus preguntas, como bien sabe. ¿O acaso no es él quien pregunta?

Dominique lo observó. Era atractivo, más que atractivo: guapo. Un poco insolente, un italiano creyéndose más de lo que era en París. Era interesante, era entretenido. Divertido. Le sonrió, casi jugando.

-Siento curiosidad por usted, monsieur Giovanni. Como agente del Príncipe, tengo autoridad para exigir determinadas respuestas.

Él le devolvió la sonrisa.

-¿Sabrá hacer las preguntas adecuadas?

La joven fingió una carcajada y sacudió la cabeza, alejándose ligeramente. Atrajo hacia ella la carpeta negra y la abrió para buscar entre los papeles que contenía.

-¿Irá usted?

-¿Disculpe?

Al fin extrajo el documento que buscaba del interior de la carpeta. Era un sobrio sobre de espeso papel blanco, cerrado con un discreto lacre rojo y marcado en delicada caligrafía con la inscripción “Giovanni Gianni”. Lo alzó hasta la altura de su rostro y le miró, insinuante.


-La fiesta del viernes. Ha sido invitado personalmente –le tendió la misiva-. Exijo una respuesta inmediata. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

El fiel



Algún lugar cerca de la frontera septentrional de Irak. Miércoles 23 de abril, 23:12

Incluso mientras rebuscaba mecánicamente en el armario, Burak no dejaba de darle vueltas. Pensaba en ello desde hacía meses, a veces no continuamente, pero al menos unos minutos cada noche. Más de una vez, sin embargo, había reflexionado al respecto durante horas, desde que sus ojos se abrieran al despertar hasta la salida del sol. Pero nunca avanzaba, nunca se convencía y, cada noche, su desesperación era un poco mayor.

Se dio cuenta de que la sangre que empapaba su mano estaba manchando la ropa que había ido apartando en su frenética búsqueda. Contrariado, arrancó una camisa de una percha y usó la prenda para limpiarse, frotando bruscamente. Lanzó la camisa tras él antes de maldecir entre dientes. No había nada útil.

Salió de la habitación sorteando el tapiz de ropa y objetos que había por el suelo. Tuvo que saltar el cuerpo inerte que había en la puerta, un joven de poco más de veinte años con los brazos doblados de una manera muy poco natural y con el rostro lleno de contusiones. Al igual que el propio Burak, no respiraba, ni volvería a hacerlo.

En un rincón de la estancia central, que estaba en un estado aún más desastrado que la humilde habitación, un hombre sollozaba encogido. Burak lo ignoró totalmente, tratando de centrar su atención en cualquier cosa mientras notaba su preocupación inundándole la mente de nuevo.

Se había sentido débil. Se había sentido libre. Se había sentido un traidor. Se había sentido un cobarde. Seguía experimentando esas sensaciones, a veces a la vez, a veces una poco después de la otra. Pero por encima de todo, se sentía perdido.

Había servido a la Espada de Caín durante décadas. Había luchado en la guerra eterna, había combatido a los siervos de los Ancianos durante vidas enteras. Había consagrado su vida a exterminar a sus enemigos, a destruir a sus adversarios, a devorar a los indignos.

Apenas podía recordar su vida mortal. No lamentaba eso ni le preocupaba, pues su vida tras la muerte había sido más satisfactoria. Casi podía sentir el sabor de la victoria en sus labios de nuevo, la explosión de adrenalina al administrar el castigo de la Mano Negra. Había sufrido un entrenamiento cruel e inmisericorde que le había separado de la humanidad e incluso de los otros Cainitas. Había aprendido que el fin estaba cerca, que la guerra podía ganarse y que el Padre Oscuro regresaría para liberar a los vampiros de la esclavitud de los Antediluvianos. Y ahora él estaba en Turquía -o en Irak, ya no lo recordaba- habiendo traicionado a la Mano Negra para volver junto a sus hermanos, para volver al servicio de Haqim.

Lo comprendía, tenía lógica. Pero a veces no se lo explicaba, no lo entendía, no era lógico. Haqim era su creador. Haqim era el profeta de la Senda de la Sangre. Haqim era el juez y el verdugo, el único ser que podía guiar a los justos hasta el Día del Juicio. Haqim era un Antediluviano. Haqim exigía obediencia. Haqim había enviado a su mano derecha para gobernarles y perdonarles, si lo merecían. Haqim era el enemigo, pero era la única esperanza.

Nunca llegó a explicarse por qué dio el paso. Le llegaron rumores, primero, y luego fueron Adbil, Mike, Arturo, quienes se lo dijeron. Incluso el gran Vladimir, el capitán Vladimir, se lo hizo saber. “La espera ha terminado”, le confió, “Podemos regresar, la victoria es nuestra”.

Nadie se había planteado el conflicto que había entre sus enseñanzas, su credo, su filosofía de vida, y regresar allí, ante ese trono negro del que susurraban. ¡Eran los guerreros de Caín, maldita sea! Y volvían ante un Antediluviano, ante un enemigo del Sabbat, para servirle la víspera de la Gehena.

Se dejó caer en una silla, en la única silla que quedaba en pie. Era demasiado para él, lo había aceptado hacía tiempo. Nunca había disfrutado reflexionando sobre sus sentimientos. Incluso pensar en sentimientos le incomodaba. Le gustaba estar en silencio, en la oscuridad, pero había sido adiestrado para vaciar su mente. Hacía años que no podía conseguirlo. Hacía años que estaba irritable. Por eso había comenzado a evitar la compañía. Detestaba estar con sus hermanos. Los veía tan tranquilos, tan contentos con sus decisiones. Y había dejado de frecuentar a los mortales: ya no podía evitar que le sacaran de quicio, y detestaba darse cuenta de que le gustaba mirar cómo se rompían, como lloraban, como sangraban. Era tan fácil enfadarse con ellos, tan fácil que fueran culpables de algo. De Caín, de sus preceptos, ni se acordaba.

El sollozo del anciano le hizo saltar de la silla. Dio unas amplias zancadas hasta donde se encontraba, y se regocijó cuando vio al hombre encogerse, aguardando el golpe fatal. Su lloriqueo desapareció, y Burak se permitió sonreír antes de darle una patada en el rostro que lo hizo caer aparatosamente contra la esquina de la habitación. Su sonrisa se convirtió en una mueca de disgusto cuando descubrió que le había roto el cuello. Antes de que pudiera darse cuenta, había lanzado la mesa del centro por los aires, haciendo volar los pocos papeles arrugados que habían estado sobre ella. Gritó, liberándose. Odiaba todo, odiaba su vida desde que había renunciado a ser un antitribu y se había alistado en el ejército de Haqim. Era lo justo, y la Mano Negra estaba condenada sin los que una vez se habían llamado Fieles, pero no podía olvidar que había sido modelado, diseñado, para luchar contra los Antediluvianos. ¿Cómo podían seguir sus hermanos? ¿Cómo podía seguir despertando cada noche Arturo? ¿Acaso Vladimir no tenía dudas?

Se dio cuenta entonces de que ya no escuchaba el estruendo de las sabandijas nocturnas en el páramo. De hecho, no escuchaba nada. La sensación de alarma que activó todos sus sentidos y lo puso en alerta le liberó de todos sus otros pensamientos.

-No es suficiente con volver al rebaño, hijo.

La voz estaba justo detrás de él, junto a la puerta de entrada de la casucha, que colgaba, rota, de sus goznes. Era un hombre menudo, de tez muy oscura y vestido sencillamente. Le habían encontrado.

-Debes comprender por qué has vuelto. Y nadie te lo ha explicado.

Burak comenzó a estudiar posibles rutas de escape y a valorar sus posibilidades mientras el viejo caminaba hacia él con calma.

-Para algunos de nuestros hermanos, eres como un perro rabioso: han sentenciado que debes ser eliminado antes de que tu desviación se extienda.

-¿Rabioso? –Burak sintió la sangre hirviendo en sus venas, los pensamientos arremolinándose en su cabeza, anunciando una tormenta de consecuencias imprevisibles- ¡Rabioso!

El anciano levantó la mano diplomáticamente y se encogió de hombros.

-Algunos de nuestros hermanos son muy tradicionalistas. Yo, en cambio, creo en el valor de enseñar, Burak. Eres un guerrero hábil, un prometedor heraldo de Haqim. Pero estás enfermo. Tu enfermedad es espiritual, hijo. Es gracioso que los que nos han abandonado deshonrando a su padre se consideren más puros espiritualmente, mientras que es escuchando al Más Antiguo como uno puede adquirir la paz de espíritu.

Mientras la sangre martilleaba en sus oídos, como en sus días de mortal, Burak, de repente, se sintió derrotado, sin fuerzas. La tormenta se disipó. Era un perro rabioso harto de querer morder. Quería dejarse llevar, que todo acabara, fuera en una explosión de dolor o con un fundido en negro. Notó la mano del viejo posarse sobre su hombro.

-Caín no te dará paz. Ese Padre Oscuro y su espada sólo traen muerte y desasosiego. Hay un futuro de sangre y fuego, hijo, porque alguien debe purgar a los débiles y traidores. Y ése es nuestro deber. Necesitas enderezarte y encontrar el destino que se te ha asignado. Después de todo, siempre has sido fiel. 

martes, 5 de noviembre de 2013

Un nuevo ixiptlatli



Una cueva cerca del parque Chapultepec, afueras de ciudad de México. Martes 22 de abril de 2005, 01:10

El hombre levantó la mira, dubitativo. Sus manos pegajosas sobre el cuenco goteaban con la viscosa salsa de la carne. El individuo que había ante él, de pie a un lado de la hoguera, lo miró y le indicó que prosiguiera. Tras él, otras dos figuras sentadas simplemente observaban.

-Luis tuvo el honor de servir a Tezcatlipoca durante 52 días con sus noches, y ahora tú tomarás su lugar a mi lado.

El joven observó sus propias manos antes de llevarse otro trozo a la boca. Tenía frío, desnudo como estaba, y la carne estaba dura, pero la sangre que la regaba evitaba que resultara demasiado seca. Siguiendo las instrucciones del Cainita, que ahora sonreía maliciosamente, prosiguió con el banquete, tratando de ignorar su malestar. No podía evitar pensar en Luis y en lo poco que lo había llegado a conocer en los últimos siete días. Apenas recordaba su vida anterior: un remolino de recuerdos difusos aparecía ante él cada vez que intentaba pensar en si alguna vez había tenido familia o en sus aficiones antes de conocer a la entidad que ahora daba sentido a su existencia.

Había asistido a Luis durante la última semana, vistiéndole, acicalándole y también aprendiendo sus deberes al servicio de los no muertos a los que dedicaba su vida. Como último servicio hacia su predecesor, hacía sólo una hora lo había sostenido fuertemente (y Diego nunca había sido fuerte) sobre la roca pulida mientras el Cainita extraía su corazón con una daga de obsidiana, alzándolo sobre su cabeza para dedicar el sacrificio al Espejo Humeante. Su señor había mordido el corazón, derramando la sangre caliente que aún contenía por sus mejillas y cuello. Luego se lo había dado a Diego, que tuvo que contener sus arcadas antes de ser capaz de engullir todo el órgano.

Ahora, conforme el cuenco iba vaciándose, Diego se sentía más a gusto y saboreaba más detenidamente cada pedazo de Luis. Mientras él había estado honrando el cuerpo de su predecesor, el Cainita había proseguido trabajando con lo que quedaba del cadáver, hasta haberlo desollado por completo con la ayuda de los otros dos no muertos. Diego terminó su banquete y se lamió los dedos, lamentando no haber podido devorar más. Cuando el cuenco estaba prácticamente limpio y la sangre coagulada manchaba sus manos y su rostro, miró a su señor, que sostenía en el aire la piel de Luis.

-Has asistido a Luis durante siete noches y ahora te convertirás en su nuevo él –le tendió la piel, que Diego colocó torpemente sobre sus hombros, estremeciéndose con el contacto de ese tejido suave y agradable, aún tibio-. Hoy tú te alzas como el ixiptlatli. Pero si vas a ser el avatar mortal de Tezcatlipoca, deberás parecerte a él.

Diego respiró hondo y se puso en pie. El Cainita lo tomó bruscamente por el brazo y lo llevó hasta la gran piedra donde habían sacrificado a Luis. Diego se tumbó boca arriba, y entonces descubrió el tosco espejo de obsidiana pulida que alguien había logrado situar en el techo con la ayuda de cuerdas, justo sobre el rudimentario altar. Se podía ver a sí mismo, aunque el reflejo era bastante pobre y la irregular luz de la hoguera no ayudaba. Cerró los ojos mientras las manos frías del no muerto se situaban sobre su rostro.

Una cueva cerca del parque Chapultepec, afueras de ciudad de México. Martes 22 de abril de 2005, 02:13

Se sentía débil y mareado. No sabía si el hormigueo que recorría su cara tenía algo que ver, o simplemente era lo que había comido. Abrió los ojos lentamente. Los otros dos seres se habían puesto en pie y, mirándolos, los creyó ver más bajos de lo que le habían parecido siempre. Inclinó la cabeza hacia arriba, hacia el espejo de obsidiana. Un rostro familiar le devolvía la mirada: no eran sus ojos, ni sus facciones. La voz del Cainita le estremeció.

-A partir de hoy eres el siervo de Tezcatlipoca. Deberás cumplir nuestra voluntad o serás perseguido, despellejado y sufrirás una tortura eterna sin nunca llegar a Mictlán.

Se incorporó, para ver a su señor sonriendo. Bruscamente, estiró de él y lo hizo caer al suelo. De rodillas, advirtió que la franja negra y amarilla del rostro del Cainita hacía su mirada aún más fiera. Era casi el mismo rostro que había visto reflejado en la obsidiana, si bien el del sacerdote era más perfecto, más terrible.

-Si huyes o fracasas en tus obligaciones, te cazaremos como el jaguar acecha al pecarí. Tu corazón será arrancado y echado a los gusanos, para que nunca seas libre.

Diego sollozó. Se sentía enfermo y culpable, y notaba la ansiedad inundándole al sentir el desprecio y el odio de su señor. Trató de acariciar sus pies suplicando piedad, pero el vampiro le dio una patada.

-Cumple bien tu cometido, ixiptlatli, y servirás eternamente al lado de Tezcatlipoca.

El no muerto dio media vuelta, dejando a Diego postrado en el suelo, sus lágrimas mezclándose con la sangre de Luis. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

Una crisis de fe


Hotel Ritz-Carlton Charlotte, Charlotte, Estados Unidos. Lunes 21 de marzo de 2005, 23:15

Kerrigan salió del ascensor al segundo de que se abrieran las puertas con el característico sonido de campana de los hoteles de medio mundo, y caminó con calma sobre la moqueta carmesí, a lo largo de todo un pasillo cuyas paredes alternaban madera y papel pintado dorado, hasta la puerta junto a la que había un tipo alto, vestido con un suéter gris y unos vaqueros. Apostado bajo el letrero que indicaba la habitación 701, el hombre le miró de arriba a abajo antes de posar su mirada en los ojos del Templario, como si calculase el nivel de amenaza que podía suponer. Juzgándole sólo por su apariencia, Kerrigan no parecía ser un peligro, como tampoco parecía cuadrar en un hotel así. Vestía como solía hacerlo, con vaqueros, botas negras, y una cazadora negra sobre lo que solía ser una camiseta, pero que hoy era una sencilla camisa blanca. No se sentía impresionado por el gorila, así que mantuvo su mirada firme y esperó a que el otro terminara su estudio. Lo hizo con un simple gesto, indicándole que podía pasar. Kerrigan abrió la puerta y entró a otro mundo.

Por el Ritz-Carlton habían pasado ejecutivos de las mayores compañías del país, celebridades y millonarios, pero todo el brillo de la alta sociedad y las revistas del corazón parecía haber sido arrancado de esta suite. Un sonido amortiguado de música ruidosa provenía de alguna parte tras las paredes. Había ropa y cajas por todas partes, desde trozos irreconocibles de tela que colgaban de los marcos de los cuadros a cajas de cervezas vacías. En el centro de la estancia, de pie ante la mesa principal, se encontraba un hombre con el torso desnudo, un joven delgado de piel clara salpicada de pequeños tatuajes irreconocibles a esa distancia. Kerrigan cerró la puerta tras él y avanzó hacia el huésped de la suite, que levantó la mirada cuando lo vio acercarse y sonrió con todo su rostro.

-Ah, Kerrigan, bienvenido.

El Templario se detuvo a unos metros y cruzó los brazos, mientras el joven cerraba el pesado libro que había estado leyendo cuando el Lasombra entró.

-Gracias, Caballero.

El otro lo miró y rió.

-Poca gente me llama así. En cuanto saben que soy un Caballero Inquisidor, la mayoría, sean cabezas de pala o arzobispos, balbucean necedades: "eminencia", "excelentísimo"... un desgraciado hijo de puta al que acabé mandando de vuelta con su amo infernal llegó a llamarme "majestad".

Kerrigan arrugó la nariz y prefirió no pensar en la forma exacta en que ese infeliz hereje fue destruido.

-Su Excelencia desea saber si todo está siendo de su agrado...

-... ¿y cuándo me marcharé? -sonrió de nuevo, pero esta vez Kerrigan pudo ver todos sus dientes, y la sonrisa que se dibujó en el rostro del caballero inquisidor Gabriel de Saint-Cloud era más de depredador que de amable conversador- El Arzobispo puede estar tranquilo, nos vamos esta misma noche. Lo que dije cuando llegué era cierto: estoy de viaje hacia otro lugar, Charlotte no es el final de mi camino.

El Lasombra se dio cuenta en ese momento de que uno de los sonidos de fondo, que creía era parte de alguna canción proveniente de otra suite, era un débil gemido que se oía entre alguna melodía al otro lado de las puertas que separaban el salón de la habitación.

-Kerrigan, ¿crees que la salvación es posible?

Intentaba averiguar qué era exactamente el sonido, por lo que la pregunta le pilló por sorpresa.

-¿Crees que todos pueden salvarse?

-No. De hecho, creo que pocos pueden.

-¿Y nosotros?

-¿Los Cainitas?

El Caballero Inquisidor asintió gravemente y cogió el libro. No era muy grande, casi como una agenda, pero era grueso y de cubiertas de cuero. Lo apretó contra su cuerpo y llevó la otra mano a su barbilla. El gesto era impropio de la juventud aparente del rostro, más de adolescente que de un hombre de mirada grave. 

-No hay salvación, no como la entienden los mortales. Pero tienes razón, pocos pueden alcanzarla. Para muchos, la única opción es una huída hacia adelante -Kerrigan no estaba seguro de entender qué quería decir-. No, no me malinterpretes, no estoy diciendo que haya que hacer como esos necios que se creen demonios encarnados o herramientas de Satanás. Lo que quiero decir es que somos criaturas inmortales, y la mayoría de nosotros pierde el interés en un Más Allá. Los que siguen buscándolo son peligrosos, porque pueden acabar buscando una auténtica Condenación. Para ellos y para todos los demás. De eso trata la Inquisición.

Le miró fijamente y se dio la vuelta, comenzando a andar hacia una de las puertas. Kerrigan lo siguió de mala gana. No le gustaban estas cosas, y empezaba a cansarse de la conversación. Saint-Cloud abrió la puerta, abriendo el camino hacia una sala de baño más grande que algunos apartamentos de la ciudad. El Lasombra entró tras él, para descubrir a una mujer, probablemente mortal, tumbada desnuda en el suelo, aparentemente inconsciente. Los gemidos ahogados provenían de la ducha, un gran rectángulo separado del resto de la estancia por una pared de cristal, y donde se veía a una figura, un hombre de alrededor de dos metros de alto, manejando y apretando entre sus brazos a otra criatura mucho más pequeña, una joven a juzgar por el tono de los quejidos. El cristal, parcialmente opaco debido al vaho que se acumulaba, estaba salpicado de sangre por el lado de los extraños amantes.

Antes de salir del cuarto de baño por otra puerta, el Caballero Inquisidor se detuvo y dio media vuelta, mirando a Kerrigan de nuevo.

-¿Lo ves? Esas pobres criaturas creían que se salvarían, se lo han hecho creer desde que nacieron. Pero nunca se salvarán. En cambio, pueden dar uso a sus insignificantes vidas y quizás ayudar a los mejores de entre nosotros a llegar a ser algo más.

Kerrigan miró hacia atrás, hacia la ducha, donde los movimientos eran ahora más frenéticos, y creyó intuir nuevas manchas de sangre entre las nubes de vapor. Volvió su rostro hacia el adolescente de pecho desnudo, y vio una mirada divertida en sus ojos oscuros.

-Pero no has venido aquí para esto. En realidad, quería presentado a mi camarada, pero el honorable Madden está demasiado ocupado atendiendo a sus invitadas.

Habían salido del baño, y ahora estaban en el dormitorio, una estancia enorme presidida por una cama gigante, deshecha. El Caballero Inquisidor se acercó a una pesada maleta de cuero, de la que tomó una carpeta negra. Kerrigan seguía junto a la puerta, y Saint-Cloud le tendió el portafolio.

-Entrégaselo a su Excelencia, de parte de mis superiores.

El Templario alargó la mano para coger la carpeta y, al hacerlo, vio una gota de sangre caer sobre su mano. Miró hacia arriba, para descubrir un cuerpo inmovilizado en el techo, atado con varias cuerdas a las lámparas para mantenerse colgado. Tenía un rostro que le resultaba familiar, pero su boca había desaparecido y sólo tenía un ojo.

-Mi paso por Charlotte no ha sido infructuoso. Como te dije, esta ciudad no es el objetivo de mi viaje, pero sin duda comprenderás que tengo unas responsabilidades para con mis hermanos que no puedo desatender -se acercó a una de las lámparas de la pared, donde estaba atada una de las cuerdas-. El arzobispo Aguirre no tiene de qué preocuparse: por lo que a mí respecta, Charlotte está espiritualmente limpia -aflojó el nudo y fue soltando poco a poco la cuerda, lo que hizo que el prisionero comenzara a descender lentamente. Kerrigan se apartó a un lado-. Vuestro problema es más político, así que puedo dar por terminado mi trabajo.

Soltó la cuerda de golpe, haciendo que el cuerpo se precipitara contra el suelo. Extrañamente, el Cainita no emitió ningún sonido ahogado. El Caballero se acercó sonriendo hacia su presa.

-Pero no dudes en comentarle al Arzobispo que la cofradía de este traidor ya no acudirá a ningún esbat.

Se arrodilló junto a su prisionero, con todos sus dientes a la vista. Kerrigan siguió mirando al cautivo, al que ahora podía ver claramente. Su cuerpo desnudo había sido alterado indudablemente: además de las mutilaciones de su rostro, sus brazos habían sido fundidos a las caderas, y sus genitales habían desaparecido. Volviendo a fijarse en el único ojo de la criatura, pudo al fin identificarla: un sacerdote que había conseguido bastante notoriedad tras la conquista saqueando refugios Tremere y vendiendo muy caros sus nuevos conocimientos de magia de sangre.

-¿De qué se le acusa?

El Caballero no le miró, estaba ocupado acariciando al Cainita, que se estremecía, silencioso e indefenso. El Lasombra creyó ver súplicas en la mirada de su ojo.

-Conspiraba con Setitas a cambio de su hechicería.

Estaba convencido de que Saint-Cloud había apresado al sacerdote para hacer suyos esos conocimientos mágicos, pero la mención a los Seguidores de Set tenía muchas implicaciones.

-¿Setitas?

El inquisidor se puso en pie, sin dejar de mirar a su presa, y comenzó a desabrocharse el pantalón.

-Sí. Ha confesado que las serpientes quieren regresar a la ciudad, y que ya tienen un nido infestando Charlotte.

Lanzó los pantalones tras él, y quedó desnudo ante el prisionero. El cuerpo de Saint-Cloud era ciertamente el de alguien de poco más de dieciséis o diecisiete años, delgado y libre de todo vello. Kerrigan pudo ver ahora claramente los tatuajes de su cuerpo, y descubrió que eran anotaciones, textos y citas en francés y latín.

-Como te he dicho, es un problema político. Pero -y al decir esto, miró de nuevo al Templario- si la herida se infecta, puede acabar corroyendo el alma de la ciudad. Eres capaz, Kerrigan. Espero que para mi próxima visita, las serpientes hayan sido purgadas.


El Lasombra frunció el ceño y, con una muy ligera inclinación de cabeza, salió de la estancia. Antes de cerrar la puerta del cuarto de baño tras él, pudo ver a Saint-Cloud, en cuclillas sobre el prisionero, estirando la piel de su rostro para liberar una boca segundos antes inexistente. La puerta no pudo ahogar el horror expresado por el grito sin lengua del pobre infeliz. 

jueves, 31 de octubre de 2013

Una visita guiada a las Catacumbas




Hotel Mandarin Oriental, I Distrito de París, martes 21 de marzo de 2005, 20:50

Se desperezó entre las sábanas de seda y se acercó hacia la ventana. Miró el reloj en su muñeca antes de descorrer las pesadas cortinas, una precaución que tomaba cada noche desde que dejó de poder ver amanecer. Fuera, turistas y ciudadanos volvían a sus refugios o acudían a los restaurantes. Era oficialmente primavera, pero el invierno parisino siempre se alargaba mucho más. Atravesando la estancia, Gianni se dirigió hacia el cuarto de baño mirando la cama un tanto decepcionado, pues había dormido solo todas las noches desde que se encontraba en París. Mientras se desnudaba para meterse en la ducha, tuvo la esperanza de conseguir compañía para cuando sus asuntos en la ciudad estuvieran solucionados.

Un rato más tarde, al tiempo que acababa de ajustarse la corbata, llamó a recepción para pedir el servicio en la habitación antes de medianoche. Un instante después de haber colgado, su teléfono móvil vibró al recibir un mensaje anunciando que su coche aguardaba en la puerta del hotel.

Salió a la calle, e inmediatamente supo en cuál de los coches le esperaba Valeria, pues el portero le había ignorado, fascinado como estaba por la joven que conducía el flamante deportivo blanco que permanecía detenido frente a las puertas. En esa zona de París no eran nada raros los coches de lujo, pero pocos eran conducidos por una mujer como ella. Gianni sonrió, comprendiendo perfectamente el interés del joven. Había conocido a Valeria hacía poco más de una semana y estaba prendado de ella. No de una manera romántica, claro, pero hacía mucho que una mujer no le atraía de ese modo.

Había frecuentado a muchas mujeres explosivas, desde rubias de piernas interminables, a bombas sexuales de generoso escote y caderas hipnóticas, pasando por mujeres fatales de mirada lasciva, y Valeria no cuadraba en ninguno de esos estereotipos: era guapa, pero ni su comportamiento ni su vestuario correspondían a una de las jóvenes que solían acompañar a ricos con coches caros que solo se interesaban por ellas por su aspecto. Vestía de forma elegante y sin duda tenía un cuerpo de ensueño, aunque ni era obvia ni mostraba nada. Su cabello oscuro enmarcaba una mirada penetrante y decidida, pero era su gesto, su actitud, lo que había logrado su interés: era independiente sin ser irritante, y aunque Gianni había empleado con ella frases y temas de conversación que siempre le habían funcionado con todas esas chicas, Valeria seguía centrada en su trabajo y, mejor aún, no tenía ningún problema en hablarle de igual a igual, a pesar de la diferencia de estatus que había entre ellos.

Abrió la puerta del copiloto y vio que el portero seguía lanzando miradas furtivas hacia ellos, envidiándole. Gianni sonrió y observó a Valeria mientras arrancaba el motor. La respiración de la joven siempre se aceleraba imperceptiblemente cuando conducía, que parecía ser su mayor pasión. Le encantaban los mortales.


En algún lugar bajo el cementerio de Montparnasse, XIV Distrito de París, 01:56

Era la primera vez que acudía a la guarida de su anfitrión, y sentía estar en otro mundo. Había leído sobre las catacumbas de París, pero creía que los Nosferatu y otros moradores de las profundidades se moverían por túneles auxiliares, no que las galerías conformaran un auténtico mundo subterráneo. Había caminado un buen rato junto a un criado del antiguo por galerías que de ningún modo podían ser frecuentadas por mortales, y sólo cuando había logrado acceder al refugio de Antoine Giovanni había comenzado a comprender la implicación de la existencia de un reino así. El criado, percatándose de su sorpresa, le había indicado durante el camino que eran casi trescientos kilómetros cuadrados de galerías, de los que las autoridades mortales conocían poco más de doscientos. Con el paso de los siglos, las minas habían sido conectadas con acueductos subterráneos, escondites de contrabandistas, osarios, refugios de las guerras mundiales, la red de metro, tumbas de los cementerios y hasta sótanos de casas particulares. Como era de esperar, los vampiros habían habitado ese inframundo desde los inicios, trazando fronteras entre dominios y luchando guerras por controlar determinados accesos.

Ahora, después de la reunión, vanzaba lentamente por el húmedo pasillo siguiendo a su anfitrión, intentando parecer más incómodo de lo que realmente estaba. El viejo era realmente un experto, y lo poco que le había hecho ver esa noche parecía muy valioso, pero a Gianni le gustaba mantener la fachada de ser un joven acomodado más dado a las fiestas que al trato con los muertos. El Nigromante había conseguido sacar partido de la casi infinita colección de cráneos de las catacumbas empleándolos como foco para desarrollar un sistema de vigilancia por toda la interminable red de pasadizos y estancias que horadaba París. Esa noche, Gianni había observado cómo el espigado y canoso antiguo embajador del clan ante el Príncipe de París había accedido al mismo tiempo a la información de varias decenas de fantasmas que moraban en la ciudad subterránea. Era un uso eficiente de un recurso abundante y, por encima de todo, era un ritual extremadamente útil. El joven Giovanni había tenido que negociar desde una posición de inferioridad, pues no muchas cosas interesaban al Enterrador, pero había logrado convencer a Antoine, aunque para ello había tenido que ceder con parte de sus beneficios. Por mucho que ahora fuera uno de los maestros de la Nigromancia más innovadores del mundo, el viejo seguía necesitando servicios y aliados en el mundo exterior. Y Gianni era un experto en ese mundo.

Llegaron al final del camino, un estrecho corredor sin salida, repleto de telarañas y raíces de los enormes árboles que invadían las tumbas y mausoleos en la superficie. Antoine se volvió hacia él.

-Espero que sepas encontrar la salida, amigo mío -le estrechó la mano firmemente, y Gianni la notó especialmente fría-. Ha sido grato conocerte al fin, y debo confesar que has superado las expectativas que tenía sobre ti. Te haré llamar cuando tenga mi parte completada.

Gianni asintió con una leve sonrisa, y observó cómo el anciano era devorado por la oscuridad del pasillo por el que habían venido. Sacó su teléfono móvil del bolsillo para comprobar la hora y, usándolo como linterna, encontró el asidero de la escalera.

Cuando logró salir del pequeño y derruido mausoleo que servía de entrada al reino subterráneo de Antoine Giovanni, el joven tuvo que sacudirse la americana para quitarse de encima un par de gordas arañas marrones. Sin ocultar su mueca de disgusto mientras caminaba entre las lápidas descoloridas y enmohecidas del cementerio, siguió buscando algún otro polizón entre su ropa. Llegó junto al coche blanco que esperaba frente a una de las puertas de servicio a tiempo de esbozar su mejor sonrisa mientras se inclinaba sobre la ventanilla.

-¿Me has echado de menos?

La joven al volante enarcó una ceja y desvió la mirada hacia el reloj del coche.

-Si aún quieres ver a ese agente inmobiliario, deberíamos darnos prisa.

Subió al coche justo antes de que ella arrancara, tomando el bulevar por encima de la velocidad permitida. La joven estaba concentrada en la conducción, y Gianni pensó que, si en algún momento Valeria decidía permitirse disfrutar de la existencia, le encantaría enseñarle una o dos cosas al respecto. Se recostó en el asiento y repasó mentalmente su agenda: ya había avanzado con Antoine, pero parecía que iba a quedarse en París más tiempo del que había imaginado inicialmente. Iba a necesitar un piso.

martes, 29 de octubre de 2013

Bajo asedio



Un antiguo palacete en la ciudad vieja de Cracovia, martes 22 de marzo de 2005, 01:24

Sonja era, ante todo, alguien pragmática. Había guardado diversas lealtades a lo largo de su existencia, desde su infancia en las haciendas de la familia hasta su servicio como templario de su antiguo señor, pero nunca había dejado que un sentido demasiado rígido de la fidelidad afectara a su esperanza de vida. Por eso, precisamente, se encontraba ahora en Cracovia, reunida con quien era uno de los seres más odiados por Alexei Vlados, el obispo Leszek. 

Incluso mientras hablaba por teléfono, el chiquillo del Priscus era un individuo altivo, cínico, a veces hasta desagradable. Pero, de alguna manera, transmitía una enorme seguridad en sí mismo, hacía creer a cualquiera que conversara con él poco más de unos minutos que la guerra iba a ganarse mañana mismo, que las manadas del Reich serían expulsadas la próxima noche y que los demás aspirantes al arzobispado serían cenizas en el viento. Nunca le había caído bien, aunque reconocía que había sido adoctrinada para ello: Vlados detestaba a su chiquillo díscolo, el único que había renegado de su patrocinio y que había decidido competir con él por gloria y poder. 

Sin embargo, los acontecimientos de los últimos meses le habían enseñado a dejar atrás sus prejuicios. Décadas al servicio de una mente alienígena y paranoica obsesionada con el control habían desgastado el libre albedrío de Sonja, y había tenido que descubrir dolorosamente que nadie era imprescindible para el Demonio. Lo sabía desde siempre, por supuesto, pero quizás fuera la obediencia, o la influencia de una personalidad arrolladora lo que le había hecho creer que ella sí era útil y relevante para el antiguo. Pero no lo era. No quiso creerlo cuando, ya en Europa, un informador anónimo le hizo saber que Vlados quería usarla de señuelo para simular su propia muerte, pero lo aceptó finalmente cuando una manada entera de cruzados del Reich se lanzó sobre ella, que viajaba con la piel del Priscus. No aullaron su auténtico nombre ni confesaron haber recibido el encargo directamente del Demonio, pero cuando Sonja iba a destruir al último superviviente, el jefe de ese remedo de partida de caza, acobardado y suplicando por su vida, masculló que se suponía que iba a ser una presa fácil. “Una presa fácil que les iba a dar mucho prestigio”, puntualizó. Mientras el cadáver se descomponía en cenizas y ella recuperaba su esbelta figura y su largo cabello rojo, renunció a su cargo y a Vlados. 

Ahora, meses después, se encontraba frente a su hermano de sangre, dispuesta a hacer fracasar todos los planes del Priscus para Europa. Leszek colgó el teléfono y esbozó una mueca, casi disculpándose por la interrupción.

-Era uno de los perros de Kaczmarek. Los alemanes han enfriado su apoyo. 

Sonja sonrió. Él nunca lo hacía y, desde que lo había conocido, disfrutaba sonriendo, porque le gustaba ver la aversión hacia ese gesto que se dibujaba en el rostro de Leszek cada vez que alguien sonreía. 

-Es hora de que tú hagas tu parte. 

Leszek se levantó, y la rapidez de su movimiento traicionó su nerviosismo. 

-Si esto no sale bien…

Ella cruzó las piernas y puso las manos sobre las rodillas, tranquila. 

-A veces, ciertos sacrificios son necesarios. Vlados cree que lo entiende, pero no sabe nada. 

 El Obispo arrugó la nariz. 

-Son muchos sacrificios. Tres de mis manadas… -apretó los puños-. Si sale mal, lo pagarás. Durante mucho tiempo. 

Sonja se relajó en su asiento. 

-No te preocupes. Perderás soldados, pero el Káiser no podrá permitirse reponer todo lo que va a perder él –Leszek se había alejado unos pasos, hasta acercarse al enorme mapa de las Dos Naciones que había enmarcado en la pared-. Y en un solo movimiento, habrás expulsado al Reich y ridiculizado a tus oponentes.

Leszek no habló, seguía observando el mapa mientras meditaba las palabras de la Tzimisce. Ella, lentamente, se levantó y se acercó a él. 

-Piensa en la reacción de Vlados. Piensa en su rostro, en su ira, cuando sepa que tú eres el único ganador. Cuando sepa que Polonia es tuya. 

Por primera vez desde que lo conocía personalmente, Sonja le vio sonreír.

domingo, 27 de octubre de 2013

Cruce de caminos




Una aldea entre Oradea y Debrecen, Hungría, martes 22 de marzo de 2005, 02:15

Dolor y odio, pero sobre todo, en este momento, dolor. Una agonía inimaginable que le surgía del pecho y se extendía por todo su cuerpo una y otra vez, como pulsaciones, como si obedeciera al rítmico bombeo de un corazón vivo, y que se repetía cinco, seis, a veces hasta diez o doce veces, para desaparecer sin aviso durante horas, incluso días. Nunca estaba preparado para la primera oleada. A pesar de una vida de servicio cuasi militar y una no vida de indudable brutalidad, Scott Evans seguía sin ser capaz de sobreponerse a este tormento. Había soportado una eternidad de dolor en manos del Demonio, su enemigo, su amo, su objetivo. 
Apoyado en una de las paredas de la gasolinera abandonada en la que se encontraba, el antaño Templario del Arzobispo de Filadelfia intentó calmarse, vaciar su mente. Jamás lo lograba. Llevaba meses moviéndose, quizás huyendo, y no conseguía encontrar un rumbo, comprender hacia dónde se dirigía o por qué. Algo más fuerte que él, que siempre se había considerado alguien se gran voluntad, le dirigía. No sabía cuál era su destino, sólo tenía la sensación de que no debía detenerse y de que todo obstáculo debía ser superado. Sentía, veía, el rostro de esa criatura, y a veces creía saber que él era su objetivo. En otras ocasiones, cuando el dolor era más intenso, comprendía que Alexei Vlados era sólo su origen, no su meta. 

No sabía su habían transcurrido unos minutos o una hora, pero se sintió capaz de continuar. El ardor del pecho era sólo el habitual, un escozor perenne causado por las alteraciones realizadas por el Tzimisce sobre él. Sintió un movimiento bajo la camisa sudorosa, pero decidió ignorarlo y proseguir. No podía acercarse hacia la ciudad del norte, Debrecen, porque había demasiados vampiros presentes. Tenía que continuar viajando por las carreteras y los caminos, aunque le supusiera más tiempo y fuera más arriesgado. 

Rebuscó entre los muebles polvorientos por si podía encontrar algo útil. En otro tiempo, su equipo habría peinado todo el perímetro y recuperado cualquier arma u objeto que pudiera proporcionarles ventaja en un entorno hostil. Aquello era el pasado, cuando dirigía un equipo, antes de que fueran destruidos y él, capturado. Antes de que le hubieran reformado. Antes de perder su antiguo yo y convertirse en un monstruo. 

Salió de la gasolinera sin haber encontrado nada, y entonces pudo percibirlo. Había otra presencia cerca, un Cainita, y las fauces de su pecho se estremecían anticipando un manjar. Se odiaba a sí mismo, y odiaba su cuerpo más que nada, casi tanto como odiaba al Tzimisce. Se puso alerta, tratando de no pensar en el juego de colmillos que se abrían, casi jaleando, bajo su ropa. 

-¡Alto!

Siseó como un animal, como jamás habría hecho antes, y dio la vuelta, mirando hacia el lugar del que provenía la voz. Una figura delgada, que vestía un gastado traje marrón conservador, le observaba desde los árboles. Scott analizó todas sus opciones mientras las bocas clamaban sangre. El extraño le miraba intrigado. 

-No deseo que nos enfrentemos. He visto lo que has hecho a otros y no quiero que ocurra de nuevo. 

Odio. Ansia. Estaba cerca, muy cerca. Pero no era el objetivo. Se esforzó por controlar los impulsos. 

-¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí?

El extraño se acercó unos pasos y se detuvo. Pudo verlo mejor: era un tipo de mediana edad, con la barba cuidada y que se apoyaba en un viejo bastón. 

-Viajo en busca de algo, como tú. He soñado contigo y no quiero entorpecer tu causa. De hecho, la aplauso. La purga, el renacimiento; son nobles ideales. 

-¿Por qué debería dejarte marchar? -Scott apretó los puños y se irguió- Podría comerme tu corazón y aplastarte la cabeza entre mis manos. 

-Por supuesto que podrías. Pero no quiero oponerme al Heraldo del Cambio, y además... Además sé que deseas su muerte, la de él, no la mía. 

Scott entrecerró los ojos. 

-¿Cómo sabes eso? 

El Cainita sonrió. 

-Como tú, me alimento de vidas y recuerdos. Como tú, tengo visiones gracias a ellas -acarició la empuñadura de plata de su bastón-. Si viajas hacia el norte te desviarás demasiado. He visto que se mueve hacia el oeste, más allá de Budapest. Yo de ti no entraría en la capital: es una ciudad infecta y peligrosa. 

Scott, el de verdad, el antiguo Templario, sintió sus energías renovadas con la información. Relajó su postura y olvidó las monstruosidades de su torso. 

-Te has ganado la vida. Vete. 

El otro hizo una leve inclinación de cabeza y desapareció de la vista del Lasombra. Podía sentirlo todavía, pero no era una amenaza. Scott observó el cielo y dejó atrás la gasolinera apresuradamente. 

Todavía junto a los árboles, con una sonrisa en los labios, Ausborn lo vio perderse en la noche.